Gritaba desde el piso. Inmovilizada pero aun golpeando. La otra miraba desde la cama.
Le dolían las articulaciones. Cada movimiento implicaba un gran esfuerzo para esa cantidad de años.
- Dormite. ¿Qué ganás quedándote ahí mirándome?
- No me voy a dormir. En cuanto se haga de día, lo llamamos a Rubi para que te venga a levantar. Ya te había dicho que no podías salir de la cama. Te caés.
La hermana la había tapado con una frazada. A pesar de su propia vejez, ella era la menor y cuidaba a la caída con obediencia ciega. Era lo que correspondía, después de todo.
- Sos mala –escupió la vieja-. No te dormís para hacerme sentir culpable.
(…)